jueves, 15 de noviembre de 2007

Muchos juegos para Nadie


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Javier Azpeitia
Nadie me mata; Tusquets, Barcelona, 2007


El periplo de Ulises, también conocido como Nadie por un episodio de la Odisea, se asoma a infinidad de obras posteriores, entre ellas al Polifemo gongorino, del que Azpeitia toma la cita de apertura de esta novela. En todas estas obras, así como en el conocido Ulysses joyceano, la figura de Odiseo es el prototipo del hombre que busca su personalidad, a través de una serie de viajes, físicos o mentales; así lo vieron Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración y un filólogo como Azpeitia conoce todas estas tradiciones y la continúa con Nadie me mata.

En esta novela, el autor de la singular Hipnos (1996), hace que el viaje de este Nadie, cuyo nombre ignoramos hasta el final tanto como él, sea un desplazamiento psíquico, más que espacial; el innominado y amnésico personaje está atrapado en su periplo de transmigraciones por diferentes cuerpos. El mutante que protagoniza esta curiosa novela va cambiando de cuerpo, va despertándose cada día en el cuerpo de una persona distinta, personificando siempre identidades relacionadas con un crimen entrevisto en las primeras páginas. Primero es un hombre, luego una mujer, luego un hombre, y así hasta seis transformaciones. Azpeitia complica el iter identitario con algunos retorcimientos, como las tradicionales figuras del doble gemelar (p. 26) y del doble esquizofrénico (Laura y su hermana invisible). Ejercicio práctico y teórico sobre la multiplicidad del sujeto posmoderno (tesis de Michel Maffesoli), Nadie me mata es una puesta en duda, a veces demasiado mística, por sus resonancias al alma y a extremos pitagóricos de continuación extravital de la existencia, de la identidad cartesiana y su identificación con una especie de construcción, que se va montando a lo largo del tiempo por y con los otros. “No sé quién soy”, se pregunta en cierto momento el personaje, para ser respondido muchas páginas después: “¿no deberías hacerte la pregunta en plural? ¿Quiénes somos?”. La identidad, según Delfine, uno de los personajes clave de la novela, es una ficción cuya carga es insoportable (p. 119), aunque para el personaje principal diríase que es peor aún el peso de la incertidumbre al despojarse de esa ficción.

Luis está preso en varios cuerpos en los que no deja huella, está acorralado en su pesadillesca cadena de transmigraciones o metempsicosis, sí, pero igualmente está encarcelado en una trama mayor, que se conoce sólo al final de la novela y que la relaciona con el mito del Uroboros y su eterno retorno temporal (cf. p. 117); una supertrama que ya no nos sorprende, que nos deja algo fríos porque, aunque todo está atado y bien atado, el metarrelato ya no es una técnica tan novedosa como para dejar en sus manos la resolución de una novela; en estos tiempos un artefacto novelesco debe descansar en algo más que en sí mismo, después de más de cien años de metaliteratura, desde aquellas primeras obras de Papini, de Unamuno, por no remontarnos aún más siglos atrás, hasta Sterne. En el momento metaliterario cumbre de la novela, el autor desliza algo parecido a una confesión: “poco a poco la realidad y la ficción suceden superpuestas aunque a distintas velocidades. Un momento excesivamente barroco, más patético que trágico. Dan ganas de apagar, pero hay que tener paciencia” (p. 246). El aplazamiento hasta el final de la narración nos hace ver que Azpeitia es un narrador con evidente oficio y olfato, pero que no ha sabido medir las posibilidades de este relato, que hubiera sido más eficaz cuanto más natural y despojado: con las variaciones arbitrarias de personalidad Nadie me mata era ya lo suficientemente inquietante, sin necesitar de una o varias estructuras espejeantes (el juego de la oca, el cine, y otra que silenciamos para no desvelar el final) por encima. El exceso retórico hace que todo nos suene a ya visto, a predecible, a forzado, a resuelto un poco en falso después de una añagaza cinematográfica que ya había despertado las peores sospechas del lector. Crónica de un desmayo anunciado, Nadie me mata se lee bien, es un relato cuidado y con buenos momentos, una intriga impecable, pero que cerramos con la amarga sensación de que se ha despreciado una notable idea inicial, una idea que demandaba de nosotros lo que Colerigde llamaba “la voluntaria suspensión de la credulidad”, algo que estábamos dispuestos a hacer, sí, pero no hasta suspender, además de nuestra natural suspicacia ante lo fantástico, el propio criterio de lo que es necesario en una narración.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sólo añadir al comentario de Vicente Luis (que comparto en algunos aspectos) lo inquietante y, desde el punto de vista novelesco, bien logrado que está el escenario en el que se desarrolla la novela, ese centro de Madrid espectral (pero no futuro) en el que de vez en cuando estallan misiles terroristas y en el que sus habitantes (sobre)viven atemorizados por la propagación de una epidemia quizá de origen aviar.

En todo caso, una novela más que recomendable. Creo que, fuera de subgéneros ya muy "hechos" como el de la ciencia ficción y quizá el de terror, es muy difícil llevar a buen puerto una novela fantástica, en el sentido más puro del término: lo fantástico se acopla mejor, pienso, a la práctica del relato. Desde ese punto de vista, el reto al que hacía frente Javier Azpeitia no era pequeño, y lo supera con nota.

Iban Zaldua.