domingo, 30 de enero de 2011

Prospecciones sobre Posmodernidad y poesía española


Alfredo Saldaña, No todo es superficie. Poesía española y posmodernidad; Universidad de Valladolid, Servicio de Publicaciones, Valladolid, 2009, 258 pp.

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Yo quizá vivo en 1908; mi vecino, sin embargo, hacia 1900; y el de más allá, en 1880.

Adolf Loos, Ornamento y delito (1908)

1929 parece un tiempo único; pero es 1929 vive un muchacho, un hombre maduro y un anciano, y esa cifra se triplica en tres significados diferentes (…) es la unidad de un tiempo histórico de tres edades distintas.

José Ortega y Gasset, ¿Qué es Filosofía? (1929)

En un libro reciente, la profesora Mª del Pilar Lozano Mijares encuadraba al profesor y poeta Alfredo Saldaña en una dirección teórica que caracterizaba como “la posmodernidad esperanzada”[2], caracterizada por la deconstrucción crítica del sistema acompañada de propuestas de reconstrucción. En efecto, Saldaña es uno de los investigadores más sistemáticos y tenaces en la persecución de un concepto actualizado y consistente de Posmodernidad, sobre todo cuando el término se vincula con la poesía española contemporánea. Después de varios trabajos ya publicados al efecto, y cerrándolos en más de un sentido, aparece ahora No todo es superficie, que ahonda en ese esclarecimiento y desarrolla alguna de sus líneas de trabajo.

Saldaña se enfrenta, como advierte en la primera frase del ensayo, a un esfuerzo titánico que puede correr (quien lo probó, lo sabe) la suerte de la mayoría de los atrevimientos: “pensar un tiempo y un lugar desde sus propias coordenadas” (p. 15). Es cierto que el riesgo es tan grande como necesario; la buena salud de una literatura, de una cultura, se contrasta por su nivel de compromiso autorepresentacional, en el modo en que esa episteme se contempla y examina a sí misma, de un modo realmente crítico, cuestionando sus principios epistemológicos y no sólo los resultados concretos de su producción artística. Un estudio del presente limitado a las obras y que no bucee en los presupuestos que soportan y en parte (sólo en parte) explican aquellas obras, es un panorama falso, que se deja llevar por lo que esa producción tiene de tendencia. Hay que hacerlo incluso aunque pueda llegarse a la conclusión a que llega Germán Labrador en su completo estudio sobre poesía y drogas en la transición española, Letras arrebatadas: “avanzando hacia el cierre de este discurso, cabe participar una contradicción sustancial: el mismo discurso que pretende hallar su motor de búsqueda en una movilidad y proximidad esenciales de los textos en los que se fundamenta ha señalado, en su articulación, el cierre y la lejanía de los mismos”[3]. En suma, si el análisis del estado de cosas quiere hablar, como No todo es superficie, de las relaciones de un entorno textual con la posmodernidad, la presencia constante de la idea de autoconsciencia tiene que ser nuclear en la construcción del estudio, y éste debe correr los riesgos de esa over-selfconsciousness. Saldaña lo sabe y por eso selecciona para abrir el libro una de las citas más autoconscientes de la literatura mundial: los versos del Autorretrato en un espejo convexo de Ashbery en que Vasari describe el momento en que el Parmagianino toma el pincel y la esfera de cristal para retratarse, gesto que Ashbery utiliza para enfocar su propio autorretrato y los límites de la poesía como representación.

Puede sorprender al lector que espera encontrar un libro sobre poesía española que No todo es superficie no comience a hablar de este tema hasta la página 103. La primera parte se dedica por completo a ahondar en el concepto de posmodernidad, intentando hacer por un lado una descripción y por otro un diagnóstico. La introducción es larga, pero quizá es necesario para situar el concepto antes de lanzarse a estudiar sus matices y su repercusión en la poesía actual. Tanto cuidado se debe a que la posmodernidad es una categoría muy discutida, donde todo está en cuestión, y donde laten fuerzas contradictorias; no en vano dice Eagleton en The Illusions of Posmodernism que “posmodernism (…) is both radical and conservative together”[4], por poner un simple ejemplo en cuanto al enfoque ideológico de la posmodernidad, algo de lo que se habla mucho en las páginas de Saldaña. Una categoría, esta de posmodernidad, sobre la cual siguen siendo más abundantes las visiones negativas que las positivas. Para Roger Bartra, poniéndolo como ejemplo de la primera visión, The Waste Land de Eliot es una metáfora “para describir la crisis que va fracturando la modernidad durante el siglo XX hasta alcanzar la tierra baldía de la posmodernidad”[5]. Sin embargo, Saldaña muestra una actitud favorable ante cierto entendimiento de lo posmoderno. Apunta, con mucha razón, que “la posmodernidad ha sido menos beligerante con su pasado inmediato que la modernidad con el suyo” (p. 85), y que pueden encontrarse varias líneas argumentales y numerosas líneas prácticas que darían una imagen de la posmodernidad como un discurso capaz de ser crítico, rigurosamente estético y poéticamente feraz. Lo único reprochable a esta larga introducción es que parece construida como un patchwork de textos diferentes, lo que explicaría algunas repeticiones innecesarias (vgr., el debate sobre la posmodernidad como continuación de la modernidad, la idea de Historia según Benjamin, el potencial crítico de las vanguardias), que se deslizan a lo largo de la exposición.

Uno de los propósitos centrales del libro es analizar la presencia de lo que llama Saldaña “sensibilidad crítica posmoderna” en una serie de textos representativos, en su opinión, de la poesía española posterior a 1960. El concepto de lo que sería una “poesía española posmoderna” es, desde luego, complejo y polémico; en realidad, casi cada autor que lo ha estudiado tiene sus propias ideas al respecto, que van desde las visiones amplias y generalistas hasta las más estrechas. En este último flanco, el poeta Agustín Fernández Mallo ha dado su propia respuesta, algo radical: “la poesía que en este país se dio en llamar, y aún se da entre la crítica especializada y determinados antólogos, poesía postmoderna, poesía que surge en un momento muy determinado, a principios de la década de los 80 con la consolidación de la democracia, poco o nada tiene que ver con las acepciones sociológicas, filosóficas y estéticas comúnmente aceptadas por este término; diríamos aún más: es absolutamente contraria a los presupuestos de éstas”[6]. Esta aseveración, sin embargo, no es del todo desencaminada si pensáramos en un concepto riguroso de posmodernismo, caracterizado no por uno sino por todos o la mayoría de los caracteres que la doctrina tradicional ha ido señalando: metaliteratura, autoreferencialidad, intertexto, ironía, pastiche, parodia, post-genericidad, ideología débil, hibridez, cuestionamiento del poder y de los grandes relatos, etc. La postura de Saldaña, por el contrario, se limita al estudio de aquellos textos que para él representan líneas de sensibilidad crítica posmoderna que, a su juicio, tienen la fuerza estética suficiente como para representar una excepción al estado general apuntado por Fernández Mallo. Prescinde así, con acierto, de criterios generacionales, para examinar la literatura en estudio buscando ciertas líneas de tensión. La más significativa, a su juicio, es la que viene constituida por lo que llama estética de la otredad, que se caracteriza por tocar de cierta manera (renuncia al discurso unificador, discontinuidad, prosaísmo deliberado, actitudes transgresoras, cf. p. 109) ciertos temas (sexualidad, erotismo, lo grotesco, la crítica al lenguaje establecido y a los discursos de poder; cf. pp. 193ss), y por una sensibilidad “que se aprecia tanto en la disolución del canon clásico de belleza como en la quiebra y descomposición de la unidad y totalidad de la estructura orgánica de la obra de arte” (p. 230). Asimismo, también destaca, en las que son para mí las mejores páginas del ensayo (221ss) la relación entre fragmento y silencio y su huella en las poéticas contemporáneas, como nota principal de la posmodernidad poética más reseñable. En este sentido, los autores que destaca más reiteradamente Saldaña son Leopoldo María Panero y Jenaro Talens, seguidos a mucha distancia por Eduardo Hervás, Fernando Merlo, Ángel Petisme, Ignacio Prat, Riechmann, etc. Este tipo de cánones alternativos, con selecciones de nombres diferentes a las (casi) siempre utilizadas, enriquecen el panorama y apuntan a su consideración como un todo, en vez de a una metonímica y dominante porción del mismo, algo muy frecuente en los estudios al uso.

En cualquier libro que se acerque a la posmodernidad es fácil encontrar elementos con los que disentir, por la misma inasibilidad y fluidez de la categoría. Me gustaría discutir algunos elementos planteados por Saldaña. El primero de ellos la consideración de que “habrá que aceptar con Gianni Vattimo (1987) que el fin de la vanguardia es un acontecimiento que impone transformaciones radicales las relaciones sociales del ser humano y que el propio concepto de vanguardia resulta inoperante para –desde él–teorizar sobre el arte actual” (p. 16). Estamos asistiendo últimamente a una tendencia, a mi juicio más que necesaria, de redefinición de términos y conceptos en nuestro tiempo. Steven Shaviro está trabajando en un libro para redefinir el tradicional concepto de “lo bello” y ajustarlo a nuestra perspectiva temporal; D. Driedichsen intenta actualizar el concepto de “valor añadido”, y Boris Groys hace excelentes esfuerzos para intentar esclarecer qué sea en nuestros días “lo nuevo”. Estos tres conceptos tienen varias centurias de antigüedad; el más reciente es el de surplus value y se retrotrae a las teorías de Marx, de forma que también va cumpliendo años. Creo que más que considerar inoperante el concepto de vanguardia lo que hay que hacer es redefinirlo, haciendo reelaboraciones (tan serias como las citadas, obviamente) destinadas a saber qué puede significar vanguardia en nuestros días; pero hay un hecho obvio, y es que la vanguardia sigue funcionando y buena prueba de ello es que, como ha señalado Gustavo Guerrero, parte de la mejor renovación de la narrativa latinoamericana (Bellatin, Aira, o Tabarovsky, entre otros) está pasando, precisamente, por la reelaboración de las técnicas vanguardistas, actualizándolas al presente[7]. Miguel Casado utiliza el término poesía dilatada (próximo al anglosajón de expanded poetry) para describir aquella poesía actual que, de una fórmula próxima al surrealismo, hace que el concepto de pensamiento poético tenga que ensancharse hasta incluir dentro de sí al irracionalismo, configurado no como un no-pensamiento, sino como un pensamiento otro[8]. Como vemos, la vanguardia en general y el surrealismo en particular[9] tienen una importante vida en la actualidad, lo único que necesita es un replanteamiento terminológico –no un entierro– . En otro orden de cosas, a la pregunta formulada por Saldaña, “¿aconseja la variedad de formas que presenta esa poesía prescindir del canon y apreciar su singularidad específica en la suma de sus diferencias?” (p. 19), la respuesta es que, paradójicamente, cuando uno acumula un número de singularidades, el resultado es un canon. Llámese el resultado “antología”, “lista de lecturas”, o “autores que uno considera relevantes”, lo canónico es siempre el resultado de una destilación de singularidades. Sí es cierto que el de canon es otro término que habría que redefinir para no confundirlo con ciertas visiones estrechas que se han hecho populares en los últimos lustros.

Este libro de Alfredo Saldaña, que en realidad corona casi quince años de estudios dedicados al tema por el autor (sea mediante visiones generales o acercamientos a poéticas concretas), es una aportación bibliográfica ineludible; a partir de ahora, estudiar la poesía posmoderna española tiene que partir (sea para concordar con sus ideas, sea para refutarlas) de No todo es superficie, por la sólida argumentación de la parte teórica y la definición del marco posmoderno, y por el rigor de la aplicación concreta con la que luego particulariza las premisas antes establecidas. En efecto, como el mismo autor apunta, los estudios que tocan el tema suelen hacerlo de forma superficial (p. 103); frente a esa tendencia, y haciendo caso al título del ensayo, Saldaña ha demostrado que hay mucho que rascar, mucho que profundizar, sobre la aparentemente delgada cáscara de lo posmoderno, y que en el fondo, ocultada tras pilas de papel de crítica anacrónica, crítica mezquina y poesía normalizada, había poesía posmoderna que valía la pena revisitar.

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[Relación con el autor reseñado: escasa y epistolar, aunque cordial. Relación con la editorial: ninguna]


[1] Reseña publicada con el título de "Prospecciones" en la Revista de Literatura del CSIC, vol. 72, n. 144 (2010).

[2] M. del Pilar Lozano Mijares, La novela española posmoderna; Arco Libros, Madrid, 2007, p. 112.

[3] G. Labrador, Letras arrebatadas. Poesía y química en la transición española; Devenir, Madrid, 2009, p. 450.

[4] T. Eagleton, The Illusions of Postmodernism; Wiley-Blackwell, New Jersey, 1996, p. 132.

[5] Roger Bartra, Culturas líquidas; Katz Editores / CCCB, Barcelona, 2004, p. 9.

[6] Agustín Fernández Mallo, Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma; Anagrama, Barcelona, 2009, p. 55

[7] G. Guerrero, “La desbandada. O por qué ya no existe la literatura latinoamericana”, Letras libres, nº 93, junio 2009, pp. 24-29.

[8] M. Casado, “Apuntes del exterior: poesía y pensamiento”, Deseo de realidad; Ediciones Universidad de Oviedo, Servicio de Publicaciones, Oviedo, 2006, pp. 20ss.

[9] Cf. nuestro “Diccionario irracional de surrealistas”, Quimera nº 304, marzo 2009, pp. 51-55.

viernes, 21 de enero de 2011

Tres modos de reconstrucción del tiempo

¿

¿Por qué no dejar pasar lo que hemos vivido, por qué tener que escribirlo?

Patricia de Souza

La memoria es un barco que se hunde y que exige una continua disciplina de rescate.

Ismael Grasa, De Madrid al cielo

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1. Tom McCarthy describe en Remainder (Residuos; Lengua de Trapo, Madrid, 2007), excelente novela de la que hablamos en este blog en su momento, cómo una persona que ha devenido millonaria decide rescatar un déjà vu y reconstruir en un edificio londinense un instante, una sensación, vivida muchos años atrás. Millones de libras, varios turnos de albaniles, grupos de actores y un equipo decolaboradores son puestos al servicio de este capricho recreativo que encuentra su segunda parte en la reconstrucción de otro instante, en este caso el atraco de una entidad bancaria. El protagonista dice en un momento dado: “¿Por qué había decidido trasladar la re-creación del robo al banco mismo? Por la misma razón que había hecho todo lo que había hecho (…): para ser real; para volverme fluido, natural, para cortar el desvío que nos aleja de la ruta fundamental de los sucesos, impidiéndonos tocar su esencia” (p. 266).

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2. Patricia de Souza, Tristán; Altazor, Lima, 2010.

La narradora que cuenta en primera persona la historia de Tristán elabora un ejercicio de recuperación de memoria que a veces parece el exorcismo de una antigua relación amorosa con un joven llamado Tristán, a veces una extrema necesidad vital de recordar y a veces un ejercicio literario de memoria dirigido a la perduración: “mi amor por él, me ha demostrado mi necesidad, mi deseo de trascender, la duración del tiempo y su extinción” (p. 61). A medio camino de varios géneros, entre lo autoficcional, lo ficcional (así parece deducirse del final de la primera parte) y lo autobiográfico, Patricia de Souza (Cora Cora, Perú, 1964) intenta en realidad reconstruirse por oposición (“no sé construir si no es por oposición”, p. 81), enfrentándose al reflejo del amor perdido, estableciendo a su través la propia identidad. En la parte final la autora confiesa la labor de muro de carga que la presencia masculina ha tenido en su trayectoria personal, y por ello no es raro que Tristán, esa figura que parece en parte real y en parte fabulada sea el hilo conductor de la reconfiguración memorial.

El libro es también, por otro lado, un exordio sobre la importancia que la literatura ha tenido en todo ese periplo, sirviendo como el instrumento verbal que configura el recuerdo: “¿Por qué no dejar pasar lo que hemos vivido, por qué tener que escribirlo?” (p. 63). Es la misma pregunta a la que Ricardo Piglia respondía hace poco, al aclarar que sólo recuerda de su pasado lo que ha quedado de él en su diario. En este sentido hay que destacar la honestidad e inteligencia de la última parte del libro, más próxima al ensayo que a la ficción: “La historia no se escribe sola, tenemos que reescribirla siempre, con nuestros propios instrumentos, con nuestro lenguaje. Recordar ciertos episodios, llenar los espacios en blanco, esa escisión ontológica entre pasado y presente, que es como saltar un charco de agua sucia para alcanzar del otro lado la luz” (p. 94). Según he podido leer en la web, la autora ha declarado en alguna ocasión que a ella lo que le interesa es decir[1] y no tanto preocuparse por el género en que lo hace, configurándose sus obras como una reflexión del discurso femenino. Tristán se incardina de lleno en esa definición, a mi juicio de un modo muy inteligente y preciso, configurándose también como una forma profunda y extrema de preguntarse sobre la posibilidad de la construcción literaria de la memoria.

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3. Mercedes Cebrián, La nueva taxidermia; Mondadori, Barcelona, 2011.

Mercedes Cebrián, una de las autoras jóvenes que nos han parecido siempre más interesantes, publica en este volumen dos nouvelles cuyo tema en común sería la identidad. La segunda de ellas, Voz de dar malas noticias, es una elaborada reflexión sobre la ventriloquía como modo de expresión de la propia subjetividad y del yo como máscara; en otro lugar volveremos a ella. La que nos interesa hoy aquí, en cuanto forma extrema de reelaboración de la memoria, es la primera novela corta, Qué inmortal he sido, planteada de un modo semejante al de Remainder, la novela de McCarthy. En la narración de Cebrián el propósito es similar: reconstruir veraz y materialmente un momento del recuerdo personal de la protagonista. El primer trabajo de la narradora es seleccionar “el evento que merece ser reconstruido” (p. 17), en este caso una fiesta algo “noña, sí –gente de treinta, de cuarenta y tantos” (p. 18), que tuvo lugar en casa de una amiga, y luego seleccionar algo más importante: el instante que debe ser recuperado: “no caigamos en el error de recrear sus restos apagados, lo que ve la anfitriona al día siguiente (…) Se trata de reconstruir la fiesta en el momento en que su nombre no ha sido aún estrenado: los ceniceros limpios, las copas impolutas sin manchas de pintalabios, la bandeja de pasteles todavía intactos (…) y nosotros, los recién llegados, igualmente intactos y con la sensación de merecernos algo extraordinario” (p. 19). Después comienza su “proyecto de recuperación”, constituido como una “pequeña empresa para recuperar situaciones vividas” (p. 29), a partir de sus recuerdos y de algunas imágenes rescatadas de esa fiesta. Para tantear las posibilidades recrea primero, con cierto éxito, el dormitorio del novio que tenía cuando cumplía 19 años, y de esa primera experiencia extrae ya una conclusión: “una vez emprendida la reconstrucción han de asumirse todas las consecuencias, como en la investigación policial de un asesinato, como en un psicoanálisis en condiciones” (p. 37; v. también p. 47), una reflexión que también podía extraerse, aunque no de forma explícita, de la novela de McCarthy, donde los protagonistas llevan hasta el final las posibilidades recreativas de la trama. La protagonista de Cebrián lleva a cabo un complejo proceso de búsqueda de objetos, telas, muebles, etc., que permitan la total suplantación del espacio en un semisótano, en un proceso que dura meses. La trama se completa cuando aparece por sorpresa la anfitriona de la fiesta real, y contempla perpleja una reconstrucción al natural de su propia casa. Dejemos a los lectores saber por sí mismos qué sucede entonces.

La diferencia con la novela de McCarthy es que mientras el protagonista de Remainder perseguía la mera reconstrucción espacial del recuerdo para contemplarlo y lograr la reviviscencia artificial del déjà vu, la heroína de Qué inmortal he sido quiere también volver a ser la de entonces para recrear la experiencia por completo, encarnándola. Es decir: el protagonista de Remainder es un espectador, la narradora de Qué inmortal he sido es en puridad una viajera en el tiempo, que se traslada mediante la reconstrucción virtual –entendiendo esta expresión en un sentido “analógico”– de la situación vivida. De ahí que decida perder peso, recuperar la ropa descartada y volver a cortarse el pelo según el estilo ya desfasado que por entonces lucía, generándose en ella diversos mecanismos de recuperación física de la identidad anterior. Uno de los personajes de Remainder dice que la “meta final” del recreador parece ser la de “acceder a una especie de autenticidad a través de extraño residual sin sentido” (p. 261); en el caso de Qué inmortal he sido la legitimación es muy otra; en realidad se conforma con una innecesariedad de justificación y viene dada por el hecho de que, incluso en el proceso normal de rememoración, “tampoco queda claro si el recuerdo es una mera suma de fotografías, anécdotas, objetos y bandas sonoras de un acontecimiento, o si es más bien de índole sinérgica y la suma de todo lo citado no da ni por asomo un resultado equivalente a la escena rememorada” (p. 16). En la obra de McCarthy, sus caracteres creen en la fidelidad del recuerdo, y por lo tanto en la posibilidad de la restitución del sentido, en el sentido apuntado por T. S. Eliot en sus Four Quartets. En cambio, Cebrián es posmoderna pura, entiende que el recuerdo es en sí una falsificación más, de modo que la reconstrucción espacial de un episodio acontecido con anterioridad no es menos arbitraria y legítima que la que aparece “en una pantalla como de cine de verano improvisada en mi propio cerebro” (p. 15) en forma de remembranza. Para su personaje ni siquiera existe la palabra autenticidad, lo que le permite operar con toda libertad y sin ninguna cortapisa de índole moral. Como vemos, difícilmente son rastreables experimentos más extremos de recuperación del pasado que los descritos en esta novela breve de Cebrián, incorporada a un volumen de nouvelles más que recomendable.

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[Relación con las editoriales reseñadas: ninguna. Relación con los autores reseñados: con Tom McCarthy y Patricia de Souza, ninguna; con Mercedes Cebrián, escasa y cordial]


[1] “No escribo pensando en que voy a hacer un cuento o una novela, simplemente escribo”, entrevista en Barcelona Review.

sábado, 15 de enero de 2011

Ego y videojuego: el yo protésico en los relatos de Carlos Velázquez


Carlos Velázquez

La marrana negra de la literatura rosa (Sexto Piso, México D.F. y Madrid, 2010)


En el número 322 de Quimera (octubre 2010), se incluía un extraño artículo de René Deloneon que parecía escrito bajo algún tipo de sustancia psicotrópica. No obstante, el texto, publicado bajo el título “El sujeto como videojuego”, atesoraba una lúcida cita de Claudio Magris y alguna reflexión no del todo exenta de interés: “El inventario objetual y de consumo como base ontológica de datos (comprados) que categorizan al sujeto que la genera / consume. En los videojuegos el protagonista tiene que ir moviéndose para conseguir cosas, cuya adquisición le mejora como personaje y le permite armarse para llegar al final del juego. La adquisición consumista como medio de alcanzar el destino”. Hemos recordado este epiléptico ensayo durante la lectura del excelente conjunto de relatos La marrana negra de la literatura rosa (2010), de Carlos Velázquez, sobre el que nos gustaría ahondar.

1. Cuerpo tuneable: identidad por extracción

tu nombre es el del pozo.

Belleza, sí, belleza de existir en los límites

y dejarnos atrás, mutilados, antiguos.

Raúl Quinto, La flor de la tortura

Velázquez (Cohauila, México, 1978), cuya ausencia en un reciente y absurdo agrupamiento comercial de narradores hispanoamericanos basta para desactivarlo, incluye en su libro varios detalles que apuntan precisamente a esa conexión -ontológica- entre los sujetos y la adquisición de cosas para completar o definir su identidad. Esto es algo muy antiguo en literatura, como es lógico, si bien Velázquez utiliza una imagen especial para materializar el proceso del déficit al tachado, de la carencia a la completud o completitud: la imagen protésica. El DRAE define la prótesis como “procedimiento mediante el cual se repara artificialmente la falta de un órgano o parte de él; como la de un diente, un ojo, etc”. La clave del proceso es la palabra “artificial”, por supuesto, y la parte de la definición académica que nos interesa es la de la “falta”, término que apreciamos ahora en su aspecto psicoanalítico. Vayamos al grano: los personajes de Velázquez requieren de una intervención, en muchos casos quirúrgica, para completar su identidad y reparar así la falta original, aquello que les resulta necesario para que su identidad coincida con la proyección fantasiosa de su deseo. Es decir, persiguen cosas para colmar su satisfacción, pero son cosas que deben incorporarse a ellos, encarnarse para lograr su objetivo de que los demás les vean tal y como ellos se ven, en fantasma. Tino, el protagonista del primer relato, se somete a una dieta de cocaína para perder peso, puesto que su novia no le desea más que cuando está delgado (p. 15). Es decir, la amputación de su excedente corporal es el correlato de una falta: la falta de delgadez. Tino quiere recuperar no su deseo, sino el ser deseable, volver a verse a sí mismo como un ser apetecible. Por tal motivo corre a buscar la delgadez faltante a través de una operación quirúrgica que acaba convirtiéndose en protésica: “la lipoescultura fue un éxito. Me había deshecho de treinta y ocho kilos de sobrepeso en unas horas de cirugía. Necesité de unos cuantos días de hospitalización para recuperarme. Me sentía una estrella de rock. (…) No me iba a conformar solo con una liposucción. Quería una rinoplastia. Y que me quitaran la papada” (p. 33). He ahí la grieta del deseo cuando apela a lo faltante: no hay relleno posible, no es factible culminar el proceso de llenado, siempre queda algo por cubrir.

En el segundo relato, “La jota de Bergerac”, el proceso es todavía más claro. La protagonista Alexia (que en realidad es un hombre travestido, pero mantengámoslo así) es una “diosa” de la noche y una diva que se prostituye con hombres por dinero. Su cuerpo es privilegiado, y está bien dotada, en todos los sentidos, para su oficio; pero tiene un gran defecto, aquel que asolaba al protagonista del poema de Quevedo “A una nariz”. Su protuberancia nasal estropea lo que de otro modo sería una belleza femenina irreprochable, y su tamaño le genera una enorme insatisfacción. Apréciese que a Alexia no le molesta su pene para ser perfecta, sino su nariz, ya que el apéndice es lo que todos los demás ven, incluida ella cada mañana frente al azogue: “las jotas que nos vestimos de mujer somos seres fascinantes, repitió frente al espejo, e ignoró el abultamiento en su rostro” (p. 37). En este caso también Alexia se plantea la solución protésica como la ideal para desfazer el entuerto y acomodarse la imagen corporal a la imagen soñada de sí (“cirujearse era la única solución”, p. 38). De hecho, el dinero para la operación será el leitmotiv de toda la trama del relato y de su relación con el beisbolista cubano Wilmar, quien le promete siempre la intervención anhelada. La importancia que lo protésico tiene para Velázquez se desvela aquí sin tapujos: “Alexia volvió a encender el anhelo sólo hasta que se enteró de que la cirujía plástica podría borrar la identidad de las personas. Ella necesitaba ser otra. El mismo cuerpo, el mismo culo, el mismo caminar, pero otra. Y esa Alexia estaba tan próxima. Tan cercana. Bastaba que el cubano esgrimiera la chequera” (p. 56). Sin desvelar a los lectores el final del relato, diremos que el equilibrio entre el miembro sobrante y el miembro faltante generan una simbología fálico-estética que haría las delicias de Lacan. De hecho, y ya terminando con lo psicoanalítico, la voluntad de Alexia de tajar su nariz, de recortar su cuerpo para alcanzar la beldad cual lecho de Procusto, nos ha hecho recordar libros como Bang, bang y donde las líneas convergen (1977), de Brian W. Aldiss, o la distopía freudiana Limbo (1952) de Bernard Wolfe, un libro de identidades logradas a base de amputaciones y prótesis, que hemos comentado en otro lugar aportando esta aguda cita de Slajoj Zizek: “cortarse el propio cuerpo es una forma de hacer una marca: cuando hago un corte en mi brazo, el ‘cero’ de la confusión existencial del sujeto, de su borrosa existencia virtual, se transforma en el ‘uno’ de una inscripción significante”[1]. En efecto, Tino quiere significarse mediante el corte de sus lípidos; Alexia, mediante el sacrificio de su apéndice facial. Ambos quieren ser menos para poder ser más. “(…) se tiende hacia la deconstrucción. El cuerpo es una nación a la cual constantemente le arrancamos las banderas. Ninguna diferencia radica entre ocupar la plancha o esgrimir el escalpelo” (p. 106). Es una consecuencia de la nueva sacralización del cuerpo, que apuntaba hace tiempo David Foster Wallace en referencia a la cultura televisiva,

Esta angustia tan personal acerca demuestra belleza física se ha convertido en un fenómeno nacional con consecuencias en todo el país. (...) El boom de los dietistas, la salud, los gimnasios, los salones de bronceado en cada vecindario, la cirugía plástica, la anorexia y la bulimia, el uso de esteroides entre los chicos, las chicas que se tiran ácido las unas a las otras porque el pelo de una se parece más al de Farrah Fawcett que el de la otra. ¿Se supone que estas cosas no están relacionadas entre sí? ¿Ni con la apoteosis de la belleza física en la cultura televisiva?[2]

Y que la ensayista mexicana Martha Nélida Ruiz resumía a nuestros efectos: “el cuerpo se ha colocado en el lugar número uno en la escala de la importancia de todos los elementos materiales y materiales que nos componen. (…) Se trata del cuerpo como estuche, como huevo de Fabergé, como máscara de carnaval, como guarida, como trampa contra el enemigo, como centro de todos los deseos”[3]. La mayoría de los personajes de Velázquez son su cuerpo; satisfacerlo, completarlo, retocarlo, pulirlo hasta la inexistente perfección parece ser parte nuclear de su objetivo vital.

2. Cuerpo completable: identidad por adición protésica

Asomarse a la grieta

Raúl Quinto, La flor de la tortura

Las situaciones de carencia parecen asolar a los personajes masculinos de este libro, pero también se ceban en las mujeres. Carol, la terrible novia de Tino en “No pierda a su pareja por culpa de la grasa”, tiene una terrible carencia de dinero, que intenta saciar de la peor y más cruel de las formas. Carmen, la mujer de Damián en el magistral relato “El club de las vestidas embarazadas”, le dice a su marido: “Quiero inseminarme, Damián” (p. 100): lo que le falta, lo que desea, es un espermatozoide válido, que complete su maternidad y rellene su identidad faltante de madre. La inseminación sería, en este sentido, también otra forma de intervención protésica, artificial, destinada a rellenar el hueco: “Carmen albergaba un vacío interior que imaginaba lograría rellenar con un hijo” (p. 101). Y luego, se completa el cuadro de una forma todavía más explícita: “Sabía que las personas sin descendencia suplen las ausencias emocionales con innumerable variedad de animales y objetos. La gente infértil se aficiona a las mascotas. Algunas adquieren peces para estructurar su tiempo. La ardua labor de mantener limpia una pecera las distrae de los pensamientos referentes a lo filial. Pero el vacío no se rellena con una colección de pececillos. Tiempo después surge la inquietud de comprar un piano. Las lecciones se convierten en un reconstituyente pasajero. Al final, nada las satisface. La mayoría de las mujeres que a la edad de treinta años no han experimentado la maternidad, terminan por realizarse la liposucción o por implantarse senos o por operarse la nariz” (p. 107).

En este mismo relato, el protagonista, Ordóñez, y el citado Damián se incorporan a un club de hombres que fingen estar embarazados y que se cuidan maternalmente unos a otros (creo haber visto esta parafilia en un antiguo episodio de House). Es otro símbolo de lo incompleto, claro: “se apresuraron a la casa de Ordóñez. En un clóset escondía leche en polvo, biberones, pelucas, vestidos de maternidad y una prótesis que simulaba una barriga de ocho meses de embarazo” (p. 110). Tanto Damián como Ordóñez llevan a cabo la ejecución de sus planes de completitud, inclusiva en uno y extractiva en otro, que alcanzan en un soberbio final un clímax absoluto de expiación y de simbolismo regresivo. No en vano la nostalgia de la infancia es, tradicionalmente, el intento emocional de recuperar lo perdido.

Otro modo de completar protésicamente la identidad tiene lugar en el último relato, el surreal e irónico “La marrana negra de la literatura rosa”, donde el protagonista comienza a escribir a resultas de la inspiración que le procura su marranita Leonor, una cerda ninfómana (no sé si este adjetivo puede aplicarse debidamente a tal sustantivo) y presumida que completa sus encantos con el de musa literaria. Todo va bien y el escritor de novelas rosas alcanza un éxito razonable hasta que la muy cerda fallece, dejándole desconsolado e incompleto: “sin Leonorcita, me despediría del atuendo de loca en tianguis. Y de mi carrera literaria. Todavía quedaba una novela inédita. Pero después nada. Y yo sería incapaz de escribir por mi cuenta. Nunca fui un escritor. Nunca lo sería. Todo el talento era de Leonor. Leonor era la artista” (p. 132). Es decir, que Leonor estaba patrocinando el ego del escritor. Vamos a explicar qué sea eso del patrocinio del ego.

En el relato “El alien agropecuario”, un desopilante retrato de la formación y caída de un grupo musical que pasa del punk a la “tecnoanarcumbia” gracias al fichaje de un teclista con síndrome de down, ingresa un concepto interesante en nuestro campo semántico, el de la esponsorización del yo. Así se abre el relato: “Cuando se atraviesa una etapa crítica, un sponsor del ego deviene imponderable. Un sponsor real, consumado, no una puñeta mental, leí en el baño de mujeres de una sala de conciertos” (p. 69). En el relato, uno de los más divertidos y sorprendentes que he leído en los últimos años, los dos protagonistas principales, el guitarrista Lauro y la vocalista –que narra en primera persona la peripecia– demandan continuamente de otra persona que esponsorice o patrocine su ego, que complete su identidad y que refuerce su deseo. La aparición de El alien agropecuario, Pepe, un chico de rancho con retraso mental, dispara las posibilidades mediáticas del grupo y con ellas la proyección de fantasías de completud de Lauro, alma y compositor del grupo. La narradora se da cuenta conforme pasa el relato que Lauro era a su vez su sponsor (término que la www.rae.es nos presenta como “propuesto para ser suprimido”), lo que la moverá a cambiar de patrocinador identitario. La cuestión es que Velázquez incide de nuevo en la idea de que vivimos un instante histórico en que las personas buscan su yo en el exterior, sean cosas o personas tratadas como cosas, como espoletas o plataformas de deseo, lo que implica que en todo caso la satisfacción identitaria nunca late en uno, siempre está fuera, lo que hará el proceso infinito, agotador, irrefrenable, interminable, frustrante. La identidad se configura así como un agujero imposible de rellenar, un hueco incolmable, en el que por más objetos (y otros sujetos) que entren, jamás asomarán su exterioridad por el brocal del pozo; como las cosas y personas que caían por el maelström del relato de Edgar Allan Poe, la fuerza del remolino los destrozará contra las piedras del fondo.

Conclusión

No esperen corrección política en los relatos de Velázquez. No esperen tampoco piedad, conmiseración humana, o esperanza social. No busquen utopías, sino más bien la desolada recreación del hogaño, y del engaño, a través del esperpento. No busquen nada más que personas que persiguen, desesperadamente, completarse o ser completadas sin éxito. Personas sometidas a un continuo tuneado físico o sentimental que sólo las deja insatisfechas. Hace poco dijo Nicole Kidman que se arrepentía de haberse inoculado botox en el rostro. Creo que a eso se refiere Carlos Velázquez en estos relatos escritos con un prosa brillantemente tosca, suciamente exquisita, lingüísticamente contaminada de localismos y anglicismos, en la que los diamantes están manchados de lodo, la basura destella y las palabras cortan como un cuchillo.


(Relación con el autor reseñado: ninguna. Relación con la editoria: ninguna)


[1] Slavoj Zizek, Visión de paralaje; Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 32.

[2] D. F. Wallace, “E unibus pluram”, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer; Mondadori, Barcelona, 2001, pp. 69-70.

[3] Martha Nélida Ruiz, El espejo intoxicado. Hiperrealismo, hiperconsumo e hiperlógica en las sociedades posmodernas; Octaedro, Barcelona, 2006, p. 54.

sábado, 8 de enero de 2011

David Simon: Pasadizos entre Homicidio y The Wire

David Simon, Homicidio; Principal de los Libros, Barcelona, 2010, traducción de Andrés Silva.

“¿Alguna vez hubo un sargento que no mirara la orden por encima de sus gafas? ¿Que no gruñera ante el papeleo que la llegada del inspector significará, a las tres de la madrugada? ¿Hubo alguna vez sargentos y funcionarios que no tuvieran más de cincuenta años, a seis meses de cobrar su pensión, cuyos movimientos fueran más lentos que la propia muerte?” (p. 319)

http://www.youtube.com/watch?v=9ZUiInM3NHY

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“McLarney, que en una ocasión condujo hasta su casa durante un turno particularmente ocupado para rescatar a su esposa e hijo de un amenazador ratón, al que mató con su .38 en el armario del dormitorio. ‘Lo limpié –dijo al regresar a la oficina-. Pero durante un rato me planteé dejarlo donde estaba como aviso para los demás’” (p. 171).

http://www.youtube.com/watch?v=9zEA8xnw95E&playnext=1&list=PLC0FD93BD213758E3&index=23

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“Para Edgerton, el consumado lobo solitario, la investigación de un homicidio es una tarea individual y apartada. En su mente la concibe como un combate singular entre un inspector y el asesino, un enfrentamiento en el que los demás inspectores jefes, tenientes y todos los demás organismos del departamento de policía no tienen ninguna otra labor que quitarse de en medio para que el inspector principal del caso pueda trabajar” (p. 323).

http://www.youtube.com/watch?v=Gtaf9Hp04yY

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“Pero incluso cuando un policía llegaba con la idea de sacarse un sobresueldo, se iba derecho a la unidad de narcóticos, o a la del juego o cualquier otra unidad en que un inspector pudiera tirar una puerta abajo y encontrar 100 000 dólares bajo un colchón” (pp. 305-306).

http://www.youtube.com/watch?v=CIkXHjLD0mg

Homicidio (1991) no es un libro de ficción, sino un reportaje periodístico. Simon lo escribió después de pasar un año integrado como “policía becario” en la policía de Baltimore (Estados Unidos). Después de este libro escribiría The Corner, que se convirtió en serie televisiva, pero Homicidio tiene una obvia relación con la serie The Wire. Es un libro muy recomendable para amantes de las investigaciones periodísticas, escrito con la apabullante documentación característica del género en Estados Unidos, pero con un gran sentido del ritmo narrativo y numerosos detalles de genio en descripciones, apuntes sociológicos, modos de observar personas y capacidad de síntesis.