sábado, 25 de junio de 2016

De la anglofobia literaria

El resultado del referéndum del pasado jueves, por el que Inglaterra decidió salir de la Unión Europea por una corta mayoría ("48% Sense and Sensibility, 52% Pride and Prejudice", según resumió agudamente en su cuenta de Twitter el humorista y presentador estadounidense Bill Maher), parece haber resucitado en Europa un tradicional odio a los ingleses, fácil de detectar en muchas obras literarias y filosóficas continentales. 

Rescato sólo algunas perlas de las muchas posibles: 


Los ingleses tienen una individualidad tan acentuada, que son los mismos en todas partes, y verdaderamente no sé por qué viajan, pues llevan consigo sus costumbres y transportan su interior al hombro como si fueran caracoles. En cualquier parte que se halle un inglés, vive exactamente como si estuviera en Londres.

Teófilo Gautier, Viaje por España (1843)

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(…) y me encaminé hacia la literatura inglesa, a la que tantos poetas frustrados acababan dedicándose como profesores vestidos de tweed con la pipa en los labios.

Vladimir Nabokov, Lolita (1955)

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            Un inglés simpático es una curiosidad, pensé para mí (…)

Thomas Bernhard, Maestros antiguos (1985)


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En medio de algunos gemidos patrióticos, alguien –creo que Alderman– dijo: “la pobre Inglaterra está perdida”. Johnson: “Señor, no es de lamentar tanto que Inglaterra esté perdida como que los escoceses la hayan encontrado”.

James Boswell, Vida de Johnson (1791)


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-En realidad soy inglés.
-Lo siento.

De la película Austin Powers (Jay Roach, 1997)


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¿Cabe ser pobre y, sin embargo, ser inglés?

José Ortega y Gasset, Meditación de la técnica (1939)


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Reginald Gulliver se presenta al lector en el primer capítulo como filósofo-diletante y bacteriólogo ‘amateur’ que un buen día, hace dieciocho años, tomó la decisión de enseñar a las bacterias la lengua inglesa.

Stanislaw Lem, Magnitud imaginaria (1973)


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Ella dijo que también los ingleses pueden manifestar su dolor por los muertos, y me dio muchos ejemplos de duelo por perros.

Elías Canetti, Hampstead (1994)

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lunes, 20 de junio de 2016

Breve nota sobre el hombre que ríe



Víctor Hugo, El hombre que ríe (1869); Pre-Textos, Valencia, 2016, traducción de Víctor Goldstein.

Los fanáticos del papel suelen esgrimir el argumento de la falta de concentración provocada por las tecnologías. Siempre sonrío un poco cuando lo escucho, sobre todo cuando leo en pocas sentadas un libro como éste, de 1029 páginas. A lo largo del día de ayer, en que hice bastantes y muy diversas cosas, mi escasa concentración me permitió leer casi 600 páginas de esta maravillosa novela, anotando ideas y citas, además de recorrer, tomando las debidas y continuas notas, los capítulos III y IV del Prefacio a Platón de Havelock. Dicho esto, recomiendo como gimnasia ‘concentradora’ esta brutal novela de Victor Hugo, que contiene en su interior otras cuatro o cinco historias largas, entre ellas una novela de terror psicológico, otra que presenta a Gwynplaine como inspirador del archivillano Joker (influencia reconocida por Bob Kane), una novela social deconstructora de las figuras de la monarquía y la aristocracia (la obra habla de “historia vista en camisón”, p. 906, y Hugo decía que parte de sus propósitos de El hombre que ríe eran “pedagógicos”), una novela de aventuras condedemontecristianas, una obra de teatro que mezcla la Comedia de los errores y Romeo y Julieta, y una narración más general o vasta sobre la idea de monstruosidad como parte esencial y mitad constituyente del ser humano. Por ése y otros motivos, la memorable y desoladora El hombre que ríe es y seguirá siendo, por desgracia, una obra de perpetua actualidad.




[Relación con la editorial: Pre-Textos edita regularmente mi libros de poemas]

domingo, 12 de junio de 2016

El píxel protector





¿Quién protege al protector? Reflexiones a partir de El píxel protector, de Javier Hirschfeld

[Javier Hirschfeld, exposición El píxel protector, Estudio Lagunillas, Málaga, en el marco del Upho Festival]


la moral no puede proteger lo uno sin lo otro, no puede proteger los derechos del individuo sin proteger a la vez el bien de la comunidad a que el individuo pertenece.
Jürgen Habermas, Europa, Fin-de-siglo

Sobre la cuadragésima cuarta ampliación he visto
mi imprecisa silueta, hacia la sexagésima
sexta el contorno de la cámara, legible
tan solo para mí. Y ya nada más sobre
los rectángulos grises con firmeza ordenados
como ladrillos de una pared, piedras de un muro

Tadeusz Dąbrowski, Te Deum
 
           
En su ensayo Gestos (1991), Villém Flusser nos recuerda algo esencial sobre la fotografía que solemos confundir o mistificar; lejos de su pretendido carácter “objetivo” o “imparcial”, la fotografía es, incluso técnicamente, un arte contable entre los más subjetivos. Para el teórico brasileño nacido en Praga, la fotografía tiene muchos conceptos inherentes a ella, entre ellos (y más en casos particulares como el trabajo “senegalés” de Hirschfeld) el de lugar. El lugar, dice Flusser, “es la base para un consenso, para el conocimiento intersubjetivo”, a la hora de hacer una fotografía. “Cuando nosotros mismos y el hombre del aparato nos encontramos sobre esa base, no es que veamos la situación ‘mejor’, únicamente la vemos de una manera intersubjetiva y de una manera intersubjetiva nos vemos perfectamente a nosotros”[1]. Es decir, siendo conscientes del lugar donde la operación fotográfica se emplaza, somos conscientes también del sujeto fotografiado y también del sujeto que fotografía (esto es, nosotros).

            En pocos proyectos fotográficos tendrá tanto sentido hacer aseveraciones de este tipo como en El píxel protector, del fotógrafo malagueño Javier Hirschfeld, pues sus imágenes tienen como objeto reflexionar sobre el estatuto cultural no sólo de los jóvenes senegaleses fotografiados, sino y sobre todo sobre el estatuto colonial o postcolonial de la propia imagen ejecutada. La carga cultural de los lugares, tanto el de llegada como el de partida, cobran presencia metacrítica en estas imágenes y las alteran. Consciente de que en Europa y Norteamérica la imagen de los menores es protegida sistemáticamente por las legislaciones protectoras de datos personales y de que, en cambio, esa protección no existe en África para los menores de edad, el proyecto de Hirschfeld hace que su mirada occidental o, mejor dicho, desarrollada (pues Senegal también pertenece a Occidente, algo que muchas veces se nos olvida), proteja a los sujetos fotografiados en el mismo grado en que lo haría si fueren niños europeos o norteamericanos. Gracias a la técnica fotográfica digital, la intersubjetividad aludida por Flusser devuelve un estatuto de igualdad y de respeto a los chicos fotografiados, y el arte recupera su función esencial, según Boris Groys, de “mostrar, hacer visibles realidades que generalmente se pasan por alto”[2].





            En El lectoespectador (2012) ya nos referimos a la profunda carga semántica que tiene la técnica formal del pixelado. El píxel, mínimo elemento de información visual, tiene en nuestros días la significación de partícula elemental de la imagen, con las mismas resonancias metafísicas sobre nuestro imaginario que las partículas subatómicas. Los píxeles tienen, como los propios intersticios de la materia, una doble capacidad sólo en apariencia contradictoria: unen y separan al mismo tiempo. Protones, fermiones y bosones conforman la realidad, unen los objetos en su pegamento de partícula y, a la vez, hacen diferentes y exentas a unas cosas de otras, diferenciando sujetos y objetos. El píxel desarrolla idéntica operación con la imagen: con la suficiente definición y detalle crea la imagen por acumulación, construyéndola mediante la observación a cierta distancia (como el arte puntillista, para entendernos); pero cuando el píxel se vuelve basto, grande, elemental, obra el prodigio de distorsionar la imagen y de hacerla invisible. Muchas veces vemos una imagen digital y, si carece de la debida definición, decimos que está pixelada (como en esta serie de Hirschfeld), olvidando que pixeladas están todas. Son muchos los artistas que han trabajado a través de la pixelización de los sujetos (Anthony Gormley, Vik Muniz, Inti Romero, Kamil Mirocha, Barbara Baldi, Joeri Booms, Peter Buecheler, Bárbara Bargiggia, Gio Holgersson, Haiiro Sushi), pero en la mayoría de los casos sus indagaciones ocupaban sólo, y no es poco, los territorios del conflicto entre esteticismo e identidad, con alguna incursión en el problema de la preservación de la intimidad. 

Hirschfeld va más allá, incorporando la dimensión geopolítica, para lo cual juega con esa duplicidad antes aludida, consustancial a la naturaleza elemental del píxel: la mayor parte de sus fotografías están bien definidas, pero sus secciones centrales están subpixeladas o pixeladas de forma aparentemente tosca, lo que hace inviable la contemplación del rostro retratado. El poeta vasco Rikardo Arregi explicaba la frustración que genera el pixelado en un poema: “Ahora, cuando me place, puedo verte / en sueños codificados en píxeles, / aunque si tu fotografía amplío, / por falta de kilobytes palidecen / esos detalles más apetecibles”[3]. El rostro, especialmente los ojos, es el objeto más apetecible en cualquier retrato, pues es el objeto que revela al sujeto, el lugar que nos presenta inexorablemente la intersubjetividad, el contacto de nuestros ojos con el ser del otro. La identidad dialogada, en suma. Pero aquí la identidad de los chicos senegaleses está protegida: el píxel ya no los define, sino que los distorsiona; la definición digital no está al servicio del desvelamiento del otro, sino a su ocultación, a la desemejanza, que diría Rancière[4]. De forma que nos quedamos sin ver, privados de cualquier referencia subjetiva. Gruesos bloques de colores de color tierra, gradaciones marrones, que no sabemos si distorsionan el color de la cara o el del entorno terroso, se interponen entre nuestra mirada y la de los chicos (incluso entre su mirada y la del fotógrafo), recordándonos que la fotografía no es sólo el arte de mostrar, sino también, y al mismo tiempo, el de ocultar. Pero esa ocultación va dirigida a la mostración de una desigualdad política: hace palpable que desde los países desarrollados no miramos igual a nuestros menores que a los menores pobres, quienes, por no tener, no tienen ni siquiera protección visual. Están desprotegidos ante nuestros ojos, ante nuestra mirada postcolonial de agresores visuales, que no reparan en límites morales una vez superadas las bien armadas fronteras de la comodidad geográfica. Hirschfeld impone, gracias al píxel, un filtro ético, una limitación moral a nuestra costumbre de mirar sin mirar por los demás. Nos ofrece su renuncia a mirar. Nos brinda su desprotección, al dejar de estar amparado por su visión de fotógrafo, voluntariamente censurada. Queda ahora preguntarse, en consecuencia, quién protegerá al protector de los desprotegidos. Quiero pensar que todos nosotros.




[1] V. Flusser, Los gestos. Fenomenología y comunicación; Herder, Barcelona, 1994, pp. 103-104.
[2] Boris Groys, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea; Caja Negra, Buenos Aires, 2014, p. 67.
[3] Rikardo Arregi, Debe decirse dos veces; Salto de Página, Madrid, 2014, p. 137-38.
[4] “Las imágenes del arte son operaciones que producen una distancia [écart], una desemejanza”; Jacques Rancière, El destino de las imágenes; Politopías, Pontevedra, 2011, p. 30.

[Detalle de la portada del catálogo de Los Interventores, donde mi texto para la muestra  también ha sido pixelado]